Falta de autoridad y confusión de responsabilidades resultan en una sensación de desasosiego
La sensación de desgobierno crece día a día, en España como en Europa, y, sin
embargo, los Gobiernos actúan de modo extremadamente intervencionista. ¿Cómo se
explica esta paradoja? Los Gobiernos aprietan y, sin embargo, cunde entre la
ciudadanía la sensación de falta de autoridad. ¿Por qué? La crisis ha demolido
la imagen no solo de la política, sino de las clases dirigentes en general, a
quienes la sociedad ve cada vez más cómplices de una gran impostura que llevó a
un desastre que hubiese podido ser evitado si no fuera por la codicia de unos y
la incompetencia de otros. La intransigente imposición de las políticas de
austeridad ha provocado una deriva de nuestros regímenes democráticos hacia el
autoritarismo. El complejo sistema de poder europeo ha generado fundadas dudas
sobre la capacidad real de los Gobiernos, al tiempo que ha relegado la
legitimidad democrática a segundo plano. Las instituciones nacionales están
sometidas a una Unión Europea falta de cuajo político, a través de un Consejo,
expresión de un tratado intergubernamental y, por tanto, regido por la ley del
más fuerte —Alemania, por el momento—, y de una Comisión, portadora de la verdad
de los expertos, configurando un sistema de poder en el que la legitimidad que
emana de los ciudadanos tiene un papel secundario. El resultado es la sensación
de que los Gobiernos imponen mucho, pero mandan poco, y que los gobernantes
carecen de autoridad. No resultan convincentes en sus palabras, ni fiables en
sus acciones. Falta de autoridad y confusión de responsabilidades dan como
resultado la sensación de desgobierno, que siempre es un factor de desasosiego
social. Como cuenta Borges, los humanos preferimos que en el centro del
laberinto haya alguien, aunque sea el Minotauro, porque no hay nada más
inquietante que el caos, la idea de que no hay nadie al mando, ni siquiera el
maligno. Por eso gustan tanto las teorías conspirativas.
La crisis de Chipre va camino de convertirse en el icono de esta sensación de
desgobierno y confusión. Cuando los que mandan violan los propios fundamentos de
su mandato y después se desentienden de sus propias decisiones es que algo falla
en el funcionamiento del sistema de poder europeo. Alemania propone, los demás
aceptan sin rechistar. “Un buen acuerdo”, dijo un portavoz del Gobierno español.
La opinión pública se indigna, Chipre estalla, los mercados emiten señales de
inquietud y todos reniegan de lo que habían decidido por unanimidad. Se quiebran
las garantías jurídicas y se eluden las responsabilidades políticas. Puro
desgobierno.
A la falta de autoridad, a la confusión de poderes y a la promiscuidad entre
poder político y poderes contramayoritarios se unen otras causas
estructurales para configurar esta agobiante sensación de que nadie manda. De
una parte, la contradicción, propia del paradigma neoliberal, de unos Gobiernos
que despotrican del Estado, que, como dice Daniel Cohen, ceden la dirección del
mundo a la economía “en un momento en el que las necesidades sociales migran
hacía sectores que tienen dificultades para inscribirse en la lógica mercantil:
la sanidad, la educación, la investigación científica y el mundo de Internet”,
pero que al mismo tiempo intervienen en todos los ámbitos en una verdadera
cruzada para impregnar a la ciudadanía de los valores del mercado. De otra
parte, la disolución de las clases medias, catalizadoras de la cultura de
gobierno, en las que se ha abierto una gran fractura entre integrados y
excluidos. Y en tercer lugar, los efectos todavía imprecisos de la irrupción de
Internet, que ofrece grandes potenciales para un mayor control de los
gobernantes, pero también una explosión de narcisismo que hace cada vez más
difícil mantener la división democrática básica entre lo público y lo
privado.
Esta sensación de desgobierno se ha agravado, evidentemente, por la explosión
encadenada de los casos de corrupción de las últimas décadas en España. Cuando
las dos cabezas de un régimen bicéfalo: la aristocrática (el jefe del Estado) y
la democrática (el jefe de Gobierno), están sometidas a chantaje, el desgobierno
acecha. Al mismo tiempo, la crisis de Bankia quedará para siempre como símbolo
de un desgobierno que no es solo de la política, sino de las clases dirigentes
en general. La corrupción siempre estalla con retraso. Mientras los Gobiernos
son fuertes y con autoridad, la corrupción se hace invisible. En el fondo, nadie
la quiere ver, porque el temor del poder se impone. Por eso la emergencia de la
corrupción acompaña casi siempre a la crisis de autoridad del poder y es una
señal de desgobierno. Es la constatación de que a veces entre el gobierno y el
desgobierno solo hay una cuestión de apariencias.