(Publicado en carlosmartinezgorriaran.net, aquí)
Quizás suene raro hablar de “rescate de la democracia”, pero cada día que pasa se trata de un rescate más urgente. La democracia podría no sobrevivir a una crisis que no sólo parece inacabable, sino que se recrudece de vez en cuando por las decisiones de instituciones que, siendo formalmente democráticas, prescinden de las reglas de la democracia a la hora de tomar decisiones. Me refiero, por ejemplo, al desgraciado y estúpido modo en que las instituciones europeas, más el FMI, han llevado el fallido rescate de Chipre.
Para la mayoría de la gente, la democracia es un do ut des. El contrato social democrático consiste en que los ciudadanos pagan sus impuestos, eligen a sus representantes y respetan las leyes (todo ello en grado variable de cumplimiento) a cambio de que el Estado garantice seguridad, prosperidad y tranquilidad. Si estas tres cosas fallan durante mucho tiempo, aparecen mesías más o menos peligrosos que se ofrecen a restaurar esa sagrada trilogía: seguridad, prosperidad y tranquilidad.
Pasó en muchos países europeos entre 1918 y 1945; en ese periodo, en Europa la democracia sólo sobrevivió, con enormes dificultades, en Gran Bretaña, Suecia, Suiza e Irlanda. Conviene recordar que la democracia es muy frágil, y que las crisis económicas y políticas prolongadas le sientan tan mal como bien a sus enemigos, algo que sin ir más lejos ya se ha ido viendo en Grecia e Italia (y en Venezuela).
Debido a su fragilidad, la democracia está condenada a reinventarse sin cesar. Por eso la breve historia de la democracia moderna es una sucesión de cambios incesantes: reformas de la constitución política, ampliación de derechos y creación de otros nuevos, invención de nuevas instituciones. El acceso a la información y la transparencia son de los últimos derechos e instituciones incorporados al elenco. Pero en España todavía no hemos aprobado siquiera una Ley de Transparencia (estamos en las primeras fases de la tramitación), mientras Ruanda estrenaba hace poco una muy avanzada. Y eso explica por otra parte la profunda institucionalización de la corrupción en nuestro sistema político: la transparencia es su antídoto.
El retraso español en política de transparencia, caso único en la Europa democrática, puede explicarse por muchas razones, desde la herencia de pactos de opacidad del régimen de la Transición (la amnesia política tendida sobre la dictadura es decididamente poco transparente) a la debilidad de una sociedad civil poco exigente. Porque la transparencia es básicamente una reclamación cívica surgida en las sociedades democráticas más maduras. Nace del principio de que toda la información que concierne a las personas, en poder de las administraciones del Estado, debe ser de libre acceso, salvo aquella, tasada, que afecte a la seguridad y al derecho a la privacidad. Y ello por dos razones: porque es una información de todos, propiedad de los ciudadanos, que el Estado sólo custodia, y porque cualquiera tiene derecho a saber en qué y cómo se gastan sus impuestos o lo que una administración guarda sobre él y sus bienes.
El concepto ha ido ampliando su radio: del derecho a saber cómo se administran los bienes públicos que salen de nuestro bolsillo, lo que implica conocer cómo se ejecuta un presupuesto, cómo se contraen deudas, cuánto se paga a los representantes públicos, que organismos reciben subvenciones públicas, etcétera, se ha pasado a considerar que el acceso a la información es un derecho básico que debería estar reconocido expresamente en la Constitución (no lo está en la española, por ejemplo), y que la política de transparencia debe ir mucho más lejos que la mera publicación pasiva, parcial y a petición, de datos en poder de la administración.
Ya se debate si la obligación de transparencia no debe incluir no sólo ya a quienes reciben subvenciones públicas sin excepción (eso ni se discute, como aquí pretenden hacerlo PP, PSOE, CIU o PNV), sino a cualquier organismo o entidad privada cuya influencia (poder) en la economía, la seguridad o la política del país sea tanta que pueda condicionarlas. Eso significaría que también bancos y grandes empresas estratégicas -por ejemplo, las energéticas, grandes corporaciones industriales y grandes grupos de comunicación- estarían obligadas a hacer públicas informaciones que ahora se consideran privadas.
La transparencia está muy vinculada a otra institución poco desarrollada entre nosotros: la dación de cuentas. Es la cara activa de la transparencia y el gran antídoto contra la opacidad: la obligación de los cargos públicos, administraciones e instituciones políticas de dar cuenta pública de sus actos y responder a cualquier cuestión pertinente sobre los mismos.
Veamos ahora en qué modo transparencia y dación de cuentas mejoran la democracia y pueden rescatarla de sus males degenerativos. Pondré dos ejemplos: la ruina de la mayoría de las Cajas de Ahorro españolas, y el rescate de Chipre por la Trokia (UE, BCE y FMI).
La ruina de las Cajas (51% del sector financiero español) fue consecuencia del estallido de la burbuja inmobiliaria, pero esta burbuja no se infló sola: fue cebada a conciencia por decisiones políticas y también por la credulidad de la gente (favorecida por la poca o nula crítica de la burbuja en los grandes medios de comunicación). De haber habido políticas exigentes de transparencia y dación de cuentas de los responsables de las Cajas, nombrados por partidos políticos, sindicatos y patronales, es obvio que la verdadera situación financiera de las Cajas se habría conocido mucho antes de que fuera irremediable elegir entre rescate del Estado (que ha resultado muy erróneo y dañino para el interés general) o la quiebra ordenada. Pero además se habría sabido a tiempo que los gestores de esas Cajas eran una mezcla de ineptos y saqueadores, y se podría haber desmontado a tiempo esa bomba de relojería financiera que eran esas Cajas al servicio del poder político, sindical y empresarial.
Lo mismo cabe decir del fallido y chapucero rescate de Chipre. La Unión Europea está demostrando un enorme déficit de transparencia y dación de cuentas compatible con altos niveles de exigencia en ambas cosas en algunos de sus Estados miembros. Obviamente, porque la UE no es un Estado aunque se vea obligada a tomar decisiones propias de uno. Pero lo hace con total opacidad y sin responder ante nadie, pues el Parlamento Europeo no tiene la capacidad de obligar a la Comisión a responder de sus insensateces en los rescates, ni al BCE de su política de salvación de la banca y abandono de los Estados. La consecuencia es que nos enteramos de decisiones tan graves como el rescate de Chipre cuando ya están tomadas y no pueden corregirse.
Transparencia y dación de cuentas no son la panacea, que desgraciadamente no existe. Pero sí poderosas instituciones para el desarrollo de la democracia, su mejora y la preservación de su eterno peligro, el secuestro del interés general por el de poderosos grupos de interés particular, sean partidos políticos descarriados o corruptos, o poderes financieros y económicos. Para ser eficaces y no mero papel mojado en el BOE, necesitan actuar en sinérgica combinación con una justicia independiente y con reguladores independientes con capacidad sancionadora. Y por supuesto, con ciudadanos responsables, activos y exigentes. Pero de esto último hablaremos otro día.