
Menos de seis años después, el Estado de las Autonomías ya no tiene apenas quien lo defienda. Se considera – y con razón – que ha generado desigualdad, despilfarro y corrupción. La mayoría de los españoles lo ven como un elemento especialmente negativo en la crisis política que está detrás de la singularmente cruel crisis económica y social que sufre el país. UPyD ha estudiado el problema y ha propuesto soluciones. Realizó un estudio pionero sobre el coste del Estado Autonómico, que se complementó con la propuesta de fusión de municipios. Ha pedido un Estado federal que garantice la igualdad de los ciudadanos y la eficaz prestación de los servicios públicos, con un sistema de financiación que asegure la corresponsabilidad y la solidaridad, y que excluya los privilegiados conciertos económicos vasco y navarro. Para todo ello no se ha cansado de demandar una reforma a fondo de la constitución.
No se trata de presumir de que UPyD lo dijo primero. La cuestión es por qué lo dijo primero. El partido se creó para regenerar la democracia, para profundizar en ella, para hacer del Estado un instrumento eficaz a favor de la igualdad, de la libertad y de la prosperidad. Esto lo hace desde una idea de la política que excluye el sectarismo, que exige transparencia y que no conoce tabúes. Por eso sólo UPyD puede defender y liderar la refundación del Estado, al menos mientras los partidos tradicionales, acomodados y lastrados por el modelo territorial heredado de la transición, no renuncien a su situación privilegiada, a colocar a miles de los suyos como concejales, diputados provinciales o gerentes de organismos públicos; a gestionar recursos públicos de forma opaca; a utilizar las instituciones para protegerse de las acusaciones de corrupción.
Unas más, otras menos, parece que todas las sociedades tienen sus mitos. Y el nuestro, el de la España democrática, ha sido la transición. Quizás nos vino bien en su momento. Siempre se ha asociado con la convivencia, la capacidad de superación y los grandes acuerdos básicos, en contraposición con el guerracivilismo, el atraso secular y la imposición autoritaria. De este modo ganamos en autoestima y aprendimos a valorar las instituciones democráticas. Pero todo mito oculta siempre, como poco, una parte de la verdad: la que conviene al statu quo. Apreciar las instituciones significa velar por ellas, evaluar su funcionamiento y reformarlas cuando sea necesario. Algunos se esforzaron en convencernos de que lo emanado de la Santa Transición no había que tocarlo. Bastante sufrimiento había sido necesario para conseguirlo, y el mágico equilibrio se podría romper en cualquier momento y volver las matanzas civiles.
Los más interesados en mantener el mito han sido los partidos tradicionales, que nacieron (o renacieron), crecieron y se reprodujeron (las baronías son su fruto) al calor del Estado autonómico. Por esta razón, el debate se está produciendo al margen de ellos y los está desbordando. Pudieron y debieron liderar el cambio, pero no quisieron pagar el precio. Ahora lo pagamos con creces todos los españoles, que vemos cómo se recortan servicios esenciales y se suben impuestos mientras se mantienen organismos inútiles y una pantalla de plasma nos pide paciencia. La transición fue un momento de consenso, sí, pero también de liderazgo. A este aspecto del mito, PP y PSOE parecen ser impermeables.