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El gobierno de los otros (por Daniel Innerarity)

Publicada el mayo 23, 2013 por admin6567
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En un mundo interdependiente se han acabado los espacios delimitados de la soberanía: hemos de acostumbrarnos a que nos digan lo que tenemos que hacer. Pero con criterios de reciprocidad y deliberación

Daniel Innerarity (Publicado en El País, aquí)

EDUARDO ESTRADA

Vivimos con la sensación de ser gobernados por otros. Poderosas presiones
exteriores —desde la dudosa autoridad de los mercados hasta el creciente
intrusismo de la comunidad internacional, pasando por los actuales
desequilibrios de la Unión Europea que han instaurado una hegemonía alemana o el
simple hecho de la afectación, el contagio y la mutua exposición que forman
parte de nuestra condición global— parecen convertir el ideal de autogobierno
democrático en una promesa que las actuales condiciones no permiten cumplir. El
mundo de Westfalia (los Estados autosuficientes, la soberanía de los electores)
ha sido útil para la construcción de una legitimidad democrática que distinguía
entre lo interior y lo exterior, entre las libres decisiones propias y las
ilegítimas injerencias externas, pero en un mundo interdependiente —más aún en
la Europa integrada— solo se pueden mantener estas categorías políticas si
aciertan a transformarse profundamente.

Esta nueva constelación obedece a procesos de alcance global y a la propia
dinámica de la integración europea, fenómenos ambos que responden a la creciente
interdependencia entre las sociedades y a la necesidad de gobernar de algún modo
estas realidades. En el plano global se va configurando una opinión pública
mundial más vigilante y una comunidad internacional más intrusiva, con errores
por exceso (como la invasión de Irak en 2003) o por defecto (las dudas frente
Siria en estos momentos, por ejemplo). En lo que se refiere a la Unión Europea,
basta un examen del vocabulario dominante para entender que la autodeterminación
en el formato habitual es una cosa del pasado: no hacemos otra cosa que hablar
de supervisión, coordinación, armonizaciones, riesgos compartidos, intervención,
exigencias, vigilancia, pactos vinculantes, créditos, regulación, salvamentos,
disciplina, sanciones…

¿Cómo podemos calificar este nuevo escenario? De entrada, deberíamos evitar
la generalización que valora toda injerencia como algo negativo y
democráticamente inaceptable. Se trata de un fenómeno ambivalente, positivo en
unos casos y negativo en otros, como casi todo lo humano. El modo como se impone
la austeridad en Europa es un ejemplo de erosión de nuestra comunidad
democrática, mientras que la actual vigilancia democrática sobre Hungría
constituye un deber para salvaguardar los valores de la Unión Europea.

Comencemos por lo positivo. La idea de que hay deberes entre las naciones es
un hecho y un valor del que se deducen no pocas instituciones, reglas comunes y
derecho vinculante. La realidad de nuestros destinos compartidos nos sitúa
frente a nuevas responsabilidades. En la medida en que se intensifica la
interdependencia, los deberes de justicia dejan de estar circunscritos al marco
único del Estado nacional.

Ser responsable solo ante el electorado propio puede ser
una forma de irresponsabilidad

Esta emergencia de nuevos deberes es especialmente intensa en la Unión
Europa, cuyos miembros tienen cada vez menos “asuntos interiores”. Los Estados
miembros deben abrir sus democracias a los ciudadanos y los intereses de otros
Estados miembros. La soberanía, en su momento un medio de configuración de
sociedades democráticas, solo transformada y compartida sirve hoy para encontrar
ámbitos de decisión que aúnen eficacia y legitimidad democrática. En un mundo
interdependiente, hemos de pasar de una soberanía como control a una soberanía
como responsabilidad. Con todas las garantías que sean necesarias, el mismo
argumento que se ha desarrollado para legitimar la protección de las poblaciones
frente a la violencia, debe avanzar también cuando se trata de riesgos
económicos que pueden tener efectos catastróficos sobre las personas.

La otra cara de la moneda de esta nueva intromisión es que no la hemos
situado todavía en un contexto de justa reciprocidad. De ahí que haya mucha
asimetría, presión, discrecionalidad sin reglas o simple amenaza. El problema
que esto plantea es cómo superar la escasa consideración que prestan los Estados
miembros al impacto que sus decisiones tienen sobre los demás, que para respetar
la democracia de unos (el respeto, pongamos, al electorado alemán), se
desentiendan irresponsablemente de lo que podríamos llamar “daños colaterales de
la propia democracia”.

Ser responsable únicamente respecto del propio electorado puede ser una forma
de irresponsabilidad cuando se dañan intereses de otros que de algún modo forman
parte de los nuestros. ¿Actúa conforme a los principios democráticos Angela
Merkel cuando pretende asegurarse la reelección a costa de graves daños sociales
en los países con los que comparte un proyecto de integración y una larga
trayectoria de cooperación? Del mismo modo que ciertas empresas externalizan
parte de su trabajo en otros lugares del mundo con salarios mínimos y escasos
derechos (de lo que acaba de ser una trágica ilustración el accidente de una
fábrica textil en Bangladesh), tampoco es justo que Alemania asegure su Estado
de bienestar imponiendo cargas que erosionan el contrato social en otras
democracias europeas.

No es justo que Alemania asegure su Estado de Bienestar
imponiendo cargas en otros países

Así pues, el mutuo condicionamiento, el “gobierno de los otros”, es un hecho
que plantea oportunidades de democratización, pero también amenazas desde el
punto de vista de la justicia. ¿Cuáles son las condiciones para que lo
inevitable sea además justo? Fundamentalmente se trata de introducir criterios
de reciprocidad en unas relaciones que actualmente están regidas por la
asimetría y la unilateralidad. El nuevo lenguaje de la interdependencia,
especialmente en el seno de la UE, debería estar articulado por conceptos como
deliberación, equilibrio, mutualización, solidaridad, autolimitaciones,
confianza, compromisos, responsabilidad… En este sentido, por ejemplo, tiene
plena lógica la reivindicación de los países de la periferia europea de que las
exigencias de austeridad hacia ellos dirigidas se vean equilibradas por el
impulso de Alemania a su demanda interna, de que la responsabilidad vaya de la
mano de la solidaridad.

La democracia implica una cierta identidad de los que deciden y los que son
afectados por esas decisiones. Respetar este criterio significa que son
inaceptables los efectos de las decisiones de otras naciones si no hemos tenido
la oportunidad de hacer valer nuestros asuntos en “su” proceso de decisión y si
no hemos estado dispuestos, recíprocamente, a tomar en consideración a otras
ciudadanías en nuestras decisiones. Todos estamos obligados redefinir los
propios intereses incluyendo en ellos de alguna manera los de nuestros vecinos,
especialmente cuando nos vincula con ellos no solo la cercanía física o la
interdependencia general, sino la comunidad institucional, como es el caso de la
Unión Europea. Precisamente el fracaso de la Unión a la hora de solucionar la
actual crisis económica se debe al desfase entre los instrumentos políticos y la
naturaleza de los problemas, a que los Estados han sido incapaces de
internalizar las consecuencias de la interdependencia, continúan imponiéndose
externalidades unos a otros y son incapaces de regular las formas
transnacionales de poder que se escapan de su control.

Se acabaron los espacios delimitados de la soberanía: tenemos que irnos
acostumbrado a que nos digan lo que tenemos que hacer, lo que únicamente resulta
soportable si también nosotros podemos intervenir en las decisiones de los
otros. Una cosa es que esas intervenciones hayan de estar justificadas y
equilibradas por una lógica de reciprocidad y otra que podamos volver a una
relación de sujetos soberanos.

¿Por qué tenemos que pagar las consecuencias del despilfarro de nuestros
vecinos? ¿Qué derecho tienen otros a decirnos lo que hemos de hacer? Dos
preguntas que sintetizan nuestra actual desorientación porque la distinción
entre nosotros y ellos ha dejado de ser evidente y operativa cuando nos
beneficiamos y nos perjudicamos unos a otros. Deberíamos aprovechar esta
constelación para dar una forma democrática y justa a tales interdependencias,
lo que podría quedar formulado en un nuevo derecho a la autodeterminación
transnacional en el que el “nosotros” que se gobierna incluya de alguna manera a
otros.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía
Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de
publicar el libro Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en
el nuevo desorden global
(Paidós).

Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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